Rehacer la vida
Blanca Aracelly

PUBLICACIÓN

La mujer madura y tranquila que entiende la paciencia como el arte de la esperanza, que desde el encierro teje un nuevo horizonte de vida, y que construye su nueva realidad con el sueño de tener otra vez a su familia, emprender y volver al campo. Proyecto de la Fundación Arte-Cultura.

Esa tarde, con una antesala cruel, hubo dos corazones en un mismo ataúd. 

Parecían suficientes los dolores y las despedidas que había tenido que enfrentar Blanca Aracelly Moreno Arenas, desde el momento en que su vida cambió para siempre, quizá por exceso de confianza, quizá por tener que aprender, como lo ha hecho en el encierro, que no saber no nos exime de las cargas. 

Jamás imaginó la vida en la cárcel. Como tampoco lo imaginó su padre, de 73 años, la luz de sus ojos, el hombre que le dejó como legado, múltiples muestras de bondad y sabiduría.

Blanca Aracelly llegó a la Reclusión de Mujeres de Armenia, el 26 de agosto de 2017, y su padre, Jorge Octavio Moreno, dos días después, en un féretro, para que ella lo viera, le hablara, lo tocara, en los últimos 10 minutos de comunicación que tuvieron antes de su entierro. 

Nunca supo que su ‘niña’ estaba recluida en ese lugar afrontando una condena por delitos que la privarían de la libertad por 108 meses, por 3.240 días. No hubo tiempo de que se enterara de que llegaron por ella al asadero de pollos que atendía en Ibagué, y que luego también buscaron a su esposo y los trajeron a Armenia, donde ambos responden por delitos que pesan sobre su cotidianidad. 

Entonces Blanca Aracelly salió de su celda, se secó las lágrimas, se olvidó de que no comía, dejó de pensar cómo el tiempo le oprimía el pecho y abrió el féretro. No podía creer que era su papá, y aun así, le abría los deditos, le miraba las uñas y le tocaba la barriga para comprobar que estaba muerto.

Esa pérdida es y fue su gran dolor. Pensar que no hubo tiempo para verlo montar bicicleta, compartir con el hombre fortachón, pasar las manos sobre su cabello alto y fijarse una y otra vez en el bigote. Ahí estaban los dos, con un solo dolor, como en una sala de espera a la incertidumbre, sobre todo Blanca Aracelly, en la cárcel, comprobando que se iba una relación bonita, de risas, de recuerdos en el lago del pueblo en el que comía granadillas con su familia.

Y volvió a preguntarse por qué la vida la trajo a este lugar en el que no podía ser ella misma: la mujer trabajadora, fuerte, amante del campo, la mujer que no le tiene miedo a los desafíos. 

Y regresó a su celda, a su nueva realidad, a tratar de entender las frases de los abogados, el abandono de una justicia que la culpó de sus errores de una manera tan drástica, y que la obligó a tener que dejar atrás la vida con sus hijos Mayra, José Julián y Bladimir. Regresó a su celda a intentar comprender por qué también se enfrentaba a la separación de su pareja de 14 años, a pesar de que todo era confuso y convulsionado, y que él podría también culparla por la condición de vida que estaban enfrentando. 

Entró en un silencio profundo y se recordó a sí misma que no puede dejar de sentirse inocente. De repente su mirada la llevaba a ese pedazo de cielo eterno, rodeado de alambre de púas, y el enfrentarse a una convivencia con muchas mujeres, de las que hoy aprende con paciencia y resignación. 

En su condena ha tenido que comprender cada una de las horas vividas en este escenario, intentar descifrar los sentimientos de las demás privadas de la libertad, y soñar con el instante en el que pueda salir, tener su propio negocio, comprar una casa, casarse y retomar sus sueños.

La primera sorpresa que se llevó al llegar, fue encontrarse con su mejor amiga de infancia. Una nueva Claudia, a la que no veía hace unos 14 años, y que se convirtió en su puente para conocer el día a día en los módulos donde pasa la vida. 

Ahora Claudia está afuera, le envía mensajes con su hija, también privada de la libertad, animándola con la idea de que nada es para siempre, mientras Blanca Aracelly repite una y otra vez que no tiene que aceptar lo que no ha hecho, en una terquedad que le permite aferrarse a los principios que no olvida.

En la reclusión aprendió a ser otra.  Acepta que cometió un error y descuenta pena con estudio. Recientemente cumplió el sueño de graduarse de su bachillerato, con toga y birrete de color azul, pues escasamente tenía estudios de primaria. 

Reconoce que ha sido una etapa difícil, pero se llena de esperanza y piensa mucho en sus hijos, en cómo se han convertido en seres más fuertes e independientes, cómo se solidarizan entre ellos, y se siente tan orgullosa de esos logros, que se regocija en las nuevas imágenes de sus vidas, hasta el momento en el que puedan reunirse de nuevo.

Entre tanto, teje con paciencia, y mientras une los hilos, recuerda su vida como emprendedora. Los días en los que trabajó en un bar de mujeres, en billares, en casetas, en negocios de comida y en las fincas donde se encargó de manejar trabajadores, desde los 18 años.

Aquí no deja de formarse. Ha hecho cursos de comida rápida, de panadería, comida china, químicos, perfumes, cojinería y bisutería, porque sabe que afuera la espera un mundo en el que sus manos seguirán siendo su tiempo de creatividad, y a la vez su salvación. 

Su corazón se repone. Ha dejado atrás los pequeños duelos y prefiere pensar en lo aprendido, en el crecimiento de sus hijos, en casarse con su pareja y en tener el recuerdo lindo de su padre Jorge Octavio, con quien aprendió, que a veces, tocar fondo, es solo una maravillosa oportunidad para rehacer la vida. 

MÁS
LIBERTAD