La sobreviviente
Pastora Montilla

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Pastora Montilla mantiene una actividad intensa en su liderazgo por las víctimas, con estrictas medidas de seguridad, no es partidaria del asistencialismo, sin embargo, es vehemente al reclamar sus derechos y los de sus compañeros, mientras por su cabeza ronda la posibilidad de un ejercicio político electoral que les permita mejorar resultados para todos.

Pastora Montilla es una mujer que trabaja permanentemente en perdonar, porque entendió que solo con la trascendencia podemos desafiar la muerte, la extinción, el olvido, y que superar los duelos es como pasar un puente mágico entre una metáfora y un milagro.

No ha transitado un camino fácil, pero en ese paso a paso, reconoce que ser compasiva con los victimarios, ayudarlos sin enojarse y sin tenerles rencor, es una forma de superar lo vivido.

Tiene 41 años. Demasiado joven para tanto dolor.  Nació en Ricaute, al suroccidente de Nariño, a 142 kilómetros de Pasto, en una tierra con una riqueza natural envidiable. Su tierra se erige medio de montañas bañadas por ríos y gente muy amable, que conserva en su memoria, con nitidez y nostalgia.

Incluso recuerda con claridad los hechos de violencia que la marcaron, porque nació en medio del conflicto y aprendió a vivir con él. A los 16 años presenció el primer atentado y antes de los 20 la primera masacre de su pueblo. 

Eran una familia próspera y querida. Tempranamente Pastora fue catequista, presidenta de junta de acción comunal, se graduó como técnica agropecuaria y tenía un negocio, una casa agrícola que la ponía en contacto permanente con su comunidad.

Su mamá era funcionaria del gobierno nacional. De ella aprendió a trabajar duro y a decir siempre la verdad.  Quizá por eso, por decir lo que los demás ocultaban, llegaron las amenazas de grupos al margen de la ley y el innombrable día en el que 22 personas de su familia tuvieron que salir con lo que tenían puesto, los documentos personales en los bolsillos, y cortar de tajo cualquier vínculo y comunicación con la gente del pueblo.

Conocía al Quindío únicamente en el mapa. Al principio los trasladaron a Cali en una caravana escoltada, y con el tiempo llegaron a esta zona del país. El impresionante impacto de la noticia, nisiquiera le permitió enterarse de que estaba embarazada de su primera hija.

La vida se volvió áspera, ruda, más violenta, desesperanzadora. Sobrevino una especie de trance en el que trataba de amortiguar esos golpes, de aplazar el dolor, la rabia y el resentimiento, por intentar encontrar a los culpables de los hechos.

Pero el tiempo corría y el enojo no era el mejor consejero.  Llegó al Quindío para entender que su misión era aceptar las pérdidas, convivir con la nueva realidad, recuperar su capacidad de experimentar alegría, y sobre todo, el liderazgo natural que la caracteriza y que se refleja cuando los demás identifican a la mujer atenta, paciente y observadora. 

Con el dolor ardiendo en la piel empezó a querer luchar de nuevo, a entender que ser desplazado es como sentirse mendigando luego de tenerlo todo, y que la atención de especialistas en salud mental ayuda a aceptar los nuevos términos en los que estaba viviendo.

Se compró un libro sobre el desplazamiento y luego su abogado le regaló una caja completa y una memoria usb llena de textos que empezó a leer, uno a uno, tratando de entender la realidad.

Volvió a sentir que la misión de los líderes es impulsar a los demás, que alguien tiene que hablar con la verdad, y que nada podía aplacar su vocación de servicio, de lucha por el territorio.

No pudo terminar sus estudios de Derecho, pero pronto, esa persistencia en la lucha la llevó a ser líder de la Fundación Nuevo Amanecer, coordinadora de la Mesa Departamental de Víctimas y veedora de los acuerdos de paz. Con su trabajo social ha sido representante nacional, con la fe en alto, sin desfallecer, con una gran capacidad para escuchar a las comunidades en sus territorios, de ser compasiva y ayudar a la recuperación de quienes vivieron los mismos dolores.

Sin que se vaya el miedo, con escoltas asignados para su protección, pero con la empatía que la caracteriza, como coordinadora nacional de mujeres recorre municipos y veredas del país. Ha ido a Ecuador, Perú y Chile, entregando el mensaje de que es lideresa para las víctimasy de quienes no lo son, que para salir de nuestros conflictos necesitamos implementar un lenguaje que nos haga más empáticos, más solidarios, y sobre todo, en el que se conozcan las rutas de atención y la articulación institucional.

9 años después de la tragedia familiar volvió a su pueblo.  No durmió durante tres noches. Superó la taquicardia y las migrañas provocadas por los recuerdos, pero fue feliz cuando logró compartir con sus vecinos el sancocho de siempre, en medio de gallinas revoloteando por los patios.

Le gusta escuchar siempre las dos versiones de los hechos.  Afirma que tiene una misión de altas y bajas, que es una sobreviviente y no una víctima, la mujer original que lucha para que no haya discriminicación, el ser humano capaz de entender que algunos tomaron el camino equivocado.

Vivir con miedo no se le ha vuelto costumbre y en cada nuevo episodio de esta vida en la que aprendió a estar alerta, le propone y enseña nuevas reivindicaciones como mujer. 

Hoy, al lado de sus hijas, imagina el futuro con un reconocimiento de sujetos de repación colectiva. “Si conocieran mi historia no me juzgarían.  Soy feliz, soy original y no trabajo detrás de un escritorio porque alguien tiene que hablar con la verdad, identificar los nuevos liderazgos para tener un día un verdadero movimiento de víctimas”, dice con el mismo tono tranquilo, de esperanza y perdón.   Su reputación es su imagen.  Ha visto las condiciones precarias en las que viven las víctimas, y cada que siente desfallecer, ora a Dios y recuerda que sin lucha no hay derechos y que en esa defensa nos hacemos más fuertes.

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