Para Martha Lucía Daza Pino, las oportunidades son una puerta a los sueños que no dejan de abrirse nunca. Lo hace siempre con la fuerza de sus ancentros caucanos quillasingas, cada que la vida le recuerda que para lograr un propósito hay que repensarse y avanzar con menos miedo y más dignidad.
No le ha tocado fácil. Cada desafío ha estado lleno de instantes en los que quiere cerrar con fuerza y de manera definitiva esa puerta, para esconderse en el más lejano rincón de la finca La Ramada, propiedad familiar en la que aún reside su abuela Pérsides Navia Samboní, sanadora y médica ancestral de 105 años, en Bolívar, el segundo pueblo más grande del Cauca, al sur de Colombia.
Martha tiene 38 años. Casi tres de ellos suma ya en Armenia, Quindío, una tierra ruidosa a la que la trajo con sus hijos el desplazamiento forzado, y a la que probablemente no se acostumbra a pesar de que aquí ha tenido La Oportunidad.
Prefiere el arrullo de la voz maternal de su abuela, el aire de la cordillera, la bruma densa que es como una nube que baja y refresca el alma, la energía viva de los cultivos y el círculo de la palabra que tejen como comunidad.
Sin embargo, sale todas las mañanas desde el barrio Santander de la capital quindiana y camina hasta la Universidad del Quindío, donde trabaja en el laboratorio de simulación en el que se preparan los estudiantes de enfermería y medicina antes de salir a ejercer su profesión.
Desde que llegó desplazada del Cauca, teniendo que explicar que era colombiana y no ecuatoriana, hace grandes esfuerzos para acostumbrarse al ruido de los carros, al malestar que le provoca el cemento en los pies, al movimiento de los buses, que para ella la alejan tanto de su tierra natal, en la que reina el silencio y la conexión con la tierra.
Plan de vida
La realidad sobre la autonomía y los derechos de los indígenas en Colombia abarca graves problemas que atentan contra sus territorios, tranquilidad, paz y supervivencia. Viven bajo la amenaza permanente de la guerra y de los intereses particulares.
Desde pequeña Martha lo vivió. Su recuerdo de 5 años es el del cadáver de un poblador de Bolívar, con un tiro en el ojo. Luego vino quedarse sin energía y sin agua tras una incursión de 18 horas perpetrada por las Farc y en la que resultaron afectados el Banco Agrario, la Casa Municipal, Telecom y la cárcel.
Con su familia pasó la noche debajo de las camas, ocultándose de las balas y los gritos. Así avanzó el tiempo de la guerra que trajo pérdidas humanas de primos como Rigoberto, Fabio y otros, y el reclutamiento forzado de Leonardo Fabio, un sobrino de 16 años de quien aún hoy no tienen noticias. Todos jóvenes y con un futuro por delante. Todos soñadores, como sus hijos Marilyn Camila, de 20; Janeth Carolina, de 17; y Carlos Daniel, de 16.
Martha fue mamá a los 17 años. Refrescó a sus dos años la herida del abandono del padre, y luego la de la ausencia de una madre que debía buscar trabajo y atender oficios en otras casas de Huila y Cali.
Al cuidado de su abuela Pérsides, un regalo de la vida que la acompaña como si conservara un pedacito de Bolívar a donde quiera que va, aprendió el don de la armonización, el arte de curar con yerbas y de sembrar y cultivar la tierra. De ella, una mujer que no lee ni escribe pero sí habla del poder curativo de la naturaleza y de la luna, aprendió que valentía es resistir para salir adelante; cultivar para fortalecer el espíritu, y ser atrevidos y arriesgados para aprovechar las oportunidades.
La legendaria Pérsides le dijo siempre que luchara, porque ella era una promesa, una mujer lista para llegar lejos en la defensa de su cultura y a pesar de las dificultades, un ser humano para entregar a los demás el mensaje de que sin título o no, sin dinero o no, lo importante es la vocación de servicio, porque no hay pobres, sino humildes listos para hacer cumplir la fuerza del destino.
Martha no terminó el bachillerato porque quedó embarazada a los 17 años. Los rectores de los colegios le decían, a los 23 años, que ya era tarde para estudiar. Hasta que un día la alcaldesa del pueblo la empleó barriendo las calles de Bolívar y ganando 450 pesos al mes, parte de los cuales destinó para pagar su colegio.
Terminó el bachillerato. Estudió a la par Técnico Auxiliar de Enfermería y soñó con uno de los 1.500 cupos de la Universidad del Cauca, que la convirtieran en etnoeducadora, para defender su tierra, su cultura. Lo logró. Se presentaron 11.500 personas y ella fue una de las seleccionadas. Se endeudó y compró una moto. Manejaba los miércoles, más de 4 horas para llegar a Popayán, y se quedaba de jueves a domingo estudiando. Volvía a sus rutinas, a sus hijos y cada noche, a los sueños pendientes.
Sin terminar, sufrió otra vez el acoso de la guerra, que amenazaba con llevarse, quién sabe para qué fines, a su hija mayor, en plena adolescencia. Tomó una decisión desgarradora, luego de la persecución de hombres armados que las obligaron a accidentarse en la moto. Buscó un conocido lejano en Armenia para que la protegiera, y la despachó de inmediato en un bus. A distancia lloraron porque la niña pasaba hambre y frío, hasta que con el paso de los días se fueron acomodando a la nueva condición.
Los estudios en la U del Cauca siguieron, lo mismo que el cuidado de los otros dos hijos y el capotear las amenazas de la guerra. En menos de dos años, hombres de las disidencias de las Farc entre Cauca y Nariño, llegaron por Carlos Daniel, a la puerta de la casa de la abuela Pérsides, quien con decisión y autoridad se plantó para evitar que se lo llevaran.
Martha se graduó como Licenciada en Etnoeducación, y también como vendedora de frutas, empanadas, aseadora de casas, empacadora de cebollas y cuanto oficio le permitiera ingresos. Partió, también de repente, en busca de su hija, con una pequeña maleta en mano, su aprendizaje y la experiencia en cuidado de ancianos en el área de la salud.
No pudo ejercer porque la guerra la obligó a salir de su territorio. Llegó a Armenia. Las condiciones difíciles no le impidieron rebuscar la forma de generar ingresos, para garantizar ahora los estudios superiores de sus hijos en la Uniquindío. Marilyn avanza en Biología Pura, Janeth en Gerontología, y su hijo menor regresó a la tierra, porque definitivamente no logró adaptarse a la ciudad. Sus ganas de aprender no paran, y hoy es estudiante de Trabajo Social de la Universidad del Quindío.
A pesar de las noches en las que quiso desfallecer, de los instantes en que la desconfianza de los demás minó su corazón, de preguntarse varias veces cómo hizo para salir adelante en medio de los conflictos, Martha prefirió escuchar siempre la voz de su abuela diciéndole que los quillasingas son hijos de la luna, que guardan en el corazón los misterios de Los Andes y la energía viva de sus ancestros.
Nunca pierde la fe. Ahora, convertida en la única mujer profesional de su familia quiere ser ejemplo, defender la honradez y la lealtad como principios fundamentales, viajar por Colombia para enseñar su cultura mientras se nutre de las de los otros pueblos, trabajar por el rescate de su lengua nasa yuwe, hacer una maestría y aprovechar cada oportunidad, entendiendo con mucha calma que éstas, a menudo, pueden vestirse de felicidad.