Paula Andrea Builes tiene el cielo en la tierra y las bendiciones que le prodiga tal grandeza han batallado contra el ímpetu de su propia supervivencia durante sus 27 años.
Cielo la cubrió con el abrazo más tierno que pudo recibir el día en que el sacerdote, en la sala de urgencias del Hospital San Jorge de Pereira, y luego de administrarle la extremaunción, le preguntó si quería un abrazo. “Sí, pero no de un cura sino de Cielo”, le respondió Paula quien acababa de recibir dos balazos en su pie izquierdo y sobrevivía a una persecución.
Recuerda que esa madrugada, salida de la boca del monstruo, estuvo llena de drogas y alcohol y excesos de esos que hicieron de su cuerpo mercancía disponible al mejor y al peor postor. Ese abrazo que llegó del cielo fue para Paula el colofón de una historia que ya escribió y no quiere volver a contar.
Cielo es una mujer joven, no llega a los 60 y, sin embargo, cuenta batallas por miles. Nació y creció en el campo donde conoció al padre de sus cuatro hijas. Desde muy niña recogió leña, alimentó animales, molió el maíz y estuvo siempre ahí para el quehacer diario. En las casas campesinas nunca se apaga el fogón.
Así debió criar a sus hijas, nacidas en zona rural de Filandia, Quindío. Rosa Juliana, Claudia Patricia, Paula Andrea y Carolina crecieron recogiendo leña, moliendo maíz y también jugando entre colinas y montañas. El escondite y atrapar sapos para ponerlos en la cama de una de sus primas era lo que más disfrutaba Paula.
El padre murió y la pobreza las expulsó a Pereira, donde el campo, los amigos y los juegos quedaron lejos. Un nuevo cielo las arropó. Hubo días de sol y también aterradoras tormentas que opacaron los días de Paula desde sus 15 años. Con muchas limitaciones económicas cursaba su bachillerato y soñaba con usar zapatos brillantes y de tacón, y vestidos como los de sus amigas del colegio. Ellas le ofrecieron la posibilidad de ganar dinero para eso y la propuesta terminó por opacar su cielo.
Pagaron 200 mil pesos por su virginidad y consiguió los zapatos, los vestidos que anhelaba; le sobró para colaborarle a Cielo con los gastos de la casa y de sus hermanas. Por los encantos de Paula muchos pagaron muy bien y a ella le pagaron muy mal, y con los años lo que recibía solo alcazaba para un cuarto de hotel y la droga que la llevaba a un cielo rojo sin límites, sin retorno.
Viajó, corrió y voló. Llegó muy lejos, aunque su piel se perdía en la búsqueda de un futuro sin promesas. Anhelaba volver a ese Cielo que cuidaba su cansancio y que le ayudaba a reponerse de las miserias de la calle y la prostitución, pero ella volvía a volar.
Voló muy alto para buscar la ternura del amor, pero del amor no habla, no existió y los hombres solo le sirvieron para conseguir el dinero. Todos se llevaron lo que la juventud de su piel y la alegría de su inocencia se vendía en las calles. Algunos le dejaron huellas y dolores imborrables, para los que no hay palabras.
Mientras tanto, cada noche, muy lejos de sus pasos, Cielo elevaba una oración a su dios para que cuidara a su muchacha, para que la trajera a casa y se quedara por siempre. Sus oraciones parecían perderse en la oscuridad, porque Paula iba más lejos, del mundo de la prostitución pasó a un mundo más cruel, lleno de fieras, según recuerda.
Era 2017 y esas bestias la llevaron a la boca del monstruo que destrozó su pie izquierdo la noche más oscura que vivió. Cuenta que cuando salía de un lugar al que nunca debió entrar y al que llegó contratada para ‘atender’ a unos señores que nunca había visto, las drogas sintéticas y el alcohol la enajenaron por completo, una voz le dijo: “Su taxi la está esperando, váyase ya”.
Salió de aquel sitio y cuando terminaba de bajar unas escaleras, varias explosiones lejanas, como de pólvora decembrina, la detuvieron un instante. Un poco aturdida y perdida por la fiesta de sintéticos y alcohol en su cabeza, miró hacia atrás como quien se despide para siempre. Cayó al suelo y cuando trató de levantarse no pudo, su pie parecía un llavero, luego miró al cielo, pero Cielo no estaba.
Quien la llevó a esa casa pasó corriendo junto a ella y se detuvo cuando Paula le pidió ayuda. La subió en una moto y detrás de ella hubo más explosiones, más disparos. La dejaron en la puerta de urgencias del hospital y por algunos momentos no supo ni quién era ni por qué estaba ahí.
Con el paso de las horas recuperó el sentido y de las manos de los cirujanos recuperó también su pie. Todavía bajo el efecto de la anestesia vio el cielo a través de una ventana. Cielo estaba allí, al otro lado de una puerta, llorando y suplicando que le dejaran ver a su hija.
Pero antes de Cielo, la visitó un emisario de Dios que llegó para perdonar sus pecados, como si su vida dependiera de un trámite opcional de salvación a las puertas del cielo o para seguir en el fuego del infierno.
Después de ungirla para que partiera, aquel personaje le ofreció un abrazo y ella, que ya distinguía a su madre al otro lado de la ventana, decidió que el soplo de vida divino vendría de Cielo. Los brazos de su madre fueron el bálsamo para curar sus heridas, las físicas y las emocionales.
El abrazo que la curó vino de Cielo. Por varios minutos se quedaron atrapadas en lágrimas de perdón, de unión de amor, porque más allá del óleo bendecido traído de una urna el amor más grande, ese que la protegió en la distancia por 12 años, que rezó por ella y que tuvo una taza de café caliente cada noche y la esperó en la puerta de la casa, ese es de fuera de este mundo, ese viene del cielo.
Ahora Paula cuenta otras muchas historias y se emociona, se pone nerviosa, se ríe y le brillan los ojos. Además de recuperar su Cielo, en el colofón de su historia está el amor de un hombre que la conoció años atrás y que en la distancia sabía de sus pasos y tristezas, de su vida en las calles y de los repetidos abusos de los que fue víctima. Mauricio es su compañero sentimental, la visita con regularidad ahora que el desconfinamiento pandémico lo permite y dice que la esperará hasta el día que termine de cumplir su condena y recibir la bendición del cielo.